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Resumen del libro Piedra papel o tijera capitulo 18 segunda parte
Enviado por Dani22mich
Publicado el 2023-11-06 17:07:30
2151 palabras
Sé que mis padres hubieran preferido no ir al velatorio
del Tordo. Mamá, sobre todo, parecía buscar en un
repertorio de comportamientos adecuados la mejor
reacción frente a las circunstancias, pero estaba
fastidiada: la muerte del Tordo no la afectaba lo
suficiente y el velorio era inoportuno para ella. Y encima
la tenía a Carmen de testigo. Yo estaba obsesionada con
la imagen del Tordo tirado en la vereda. Las palabras,
cuando Carmen me contó lo que había pasado, habían
formado una imagen, como si al contármelo estuviera
mirando una película, y ahora la imagen volvía a mi
mente una y otra vez. El Tordo en la vereda. Él, que no
había podido vivir en Buenos Aires ni por amor, había
terminado muerto en una vereda, lejos del río y de los
juncos y del olor a barro. Carmen lloraba sentada en mi
cama y yo no podía pensar en otra cosa.
El velatorio era en el Tigre. Carmen dijo que iba a ir por su
cuenta, que tenía que hacer algo antes y se bajó del auto
en San Fernando. No había dejado de llorar desde que le
dieron la noticia. Hubiera querido correr hasta alcanzarla,
pero no lo hice. Tantas veces después me culpé por
haberla dejado ir. Jamás me podría haber imaginado que
esa era la última vez en mi vida que la vería. Estuve por
bajar la ventanilla y gritarle para preguntarle si alguien le
había avisado a Marito de la muerte del Tordo. Por un
momento la idea de que él tuviera que volver para el
entierro me hizo feliz y después me sentí culpable. Me
puse a pensar en lo triste que se iba a poner, en lo lejos
que era Santiago, en que seguramente no le podrían
avisar a tiempo. Si Marito no llegaba antes de que
enterraran al Tordo, no iba a poder despedirse. Tal vez
durante el resto de su vida pensara que su tío iba a
aparecer en cualquier momento, que se lo estaba por
encontrar, que se había ido de viaje y era ese hombre que
caminaba unos metros más adelante por la calle, el que
esperaba el tren varios vagones más lejos, el que acababa
de dar vuelta a la esquina. Eso pensaba esa tarde, sin
saber que el tiempo se había desplazado para que yo
intuyera algo que me iba a pasar a mí, no a Marito. Todo
me hacía llorar, pero trataba de no hacer ruido, no quería
preguntas ni consuelo de mis padres y a la vez hubiera
querido contarles todo, que pudieran decirme que las
cosas iban a estar bien y tener, todavía, la posibilidad de
creerles.
El cuarto donde velaban al Tordo estaba al final de un
pasillo de baldosas manchadas con una hilera de sillas de
aluminio y asientos de plástico rojo. Casi todos los
asientos estaban rajados como si alguien los hubiera
tajeado con un cuchillo, y una gomaespuma carcomida y
sucia salía de los tajos como de una herida. Desde la
puerta de entrada se oían los llantos, pero cuando
entramos al cuarto no pude ver inmediatamente quién
lloraba. Doña Ángela estaba sentada a la cabecera del
cajón con las manos juntas sobre el regazo y los labios
apretados. Detrás de ella Cátulo, su esposo y Chico. Yo
nunca había visto a Chico de traje. Parecían una foto
antigua, los tres en una pose antinatural, Cátulo más
chiquito que Doña Ángela, su mano sobre el hombro de
ella y un aire resignado a pesar de la rigidez de la pose.
Chico tenía los ojos hinchados.
Mis padres se acercaron y saludaron. Papá no habló,
mamá dijo “Mi más sentido pésame", yo me había
atrasado un poco, quería que doña Ángela me abrazara,
quería que se notara que yo había llorado, que estaba
muy triste, que ella supiera que la quería y que su tristeza
y la de Carmen me llenaban de pena. Pero ahora no podía
llorar y estaba segura de que ella iba a pensar que yo era
fría, que, como a mamá, la muerte del Tordo –el cajón y ,
él dentro del cajón, vestido con un traje oscuro, me
atraían como un imán- y no mirarlo requería de toda mi
concentración, pero seguía llegando gente y para verlo
tendría que haberme acercado otra vez en lugar de
alejarme como había hecho. El cajón aparecía y
desaparecía de mi vista y yo lo veía sin prestarle atención,
como si tuviera la vista desenfocada. Delante de mí se
había parado un hombre grandote con un saco que olía a
frituras. Me tapaba la visión y me puse a mirar a mis
costados, a toda esa gente que no conocía. En una
esquina descubrí a la que lloraba: una mujer de hombros
huesudos y una cabeza demasiado chica para su cuerpo.
-Ni los vio venir –estaba diciendo un hombre a mi
izquierda-. Le dispararon de la ventana de atrás.
-En qué andaría –dijo otro.
-En nada, en qué querés que ande. Este fue el sobrino.
Marito.
Su nombre de repente, como un golpe en el estómago. Lo
que había dicho el hombre era lo más estúpido que yo
había oído en toda mi vida. ¿Cómo se le podía ocurrir que
Marito iba a hacerle algo malo al Tordo? Me di vuelta
para decírselo. El hombre era bajo, compacto, y nunca
nadie me había mirado así. No dije nada. Ellos se
movieron de lugar.
-Yo creo que esto fue por la mina de la isla. Esas cosas
terminan así –dijo uno de ellos mientras se alejaban hacia
la otra punta para juntarse con uno que les hacía señas.
Las voces dentro del cuarto habían ido subiendo de
volumen y el aire parecía sólido, como si estuviéramos
encerrados en una caja. Carmen no venía. Me propuse
contarle lo que había dicho el hombre y eso me hizo
darme cuenta con más claridad de que no habíamos
hablado de nada. Nos habíamos pasado dos días juntas y
nos las habíamos arreglado para no... [continua]

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